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miércoles, octubre 31, 2007

Ramiro Tamayo, “el mejor poeta de nuestra lengua”, según Borges


Jorge Francisco Isidoro Luis Borges. Nació en Buenos Aires en 1899.

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- El Arca del Nuevo Siglo/242 ha difundido recientemente en envío especial en línea un reportaje donde Jorge Luis Borges habla de los bolivianos Ramiro Tamayo y de Marcial Tamayo.

- La revelación del texto de Albino Gómez es que en él Borges no ceja de prodigar sincera admiración por el poeta en ciernes Ramiro Tamayo, que entonces tenía 18 años, a quien llamó “poeta del alba” o “el mejor poeta de nuestra lengua”.

- No sólo eso, el trabajo de Gómez nos regala de la extraordinaria memoria de Borges un ejemplo poético de Ramiro Tamayo, para quien inclusive llegó a escribir un prólogo.

- Según el portal coRank, el poema recordado por Borges se llama “A una muchacha” y Ramiro Tamayo (1928-1995) fue poeta boliviano, director de cine, guionista de tv, profesor de comunicación en Argentina, y diseñador de campañas electorales en Venezuela, Colombia, y en países centroamericanos.

- Debajo se postea el texto íntegro de Gómez.

- Además, se puede leer la entrevista completa en el portal Enfocarte.

K.


Esta iluminación es de Charles Blake.

Borges a calzón quitado

"El pasado es tan modificable, tan plástico..."

- Albino Gómez, periodista y diplomático, mantuvo una serie de charlas con Jorge Luis Borges en 1974. Dichos diálogos tenían como propósito la realización de un libro-reportaje cuyo proyecto se vio frustrado por la quiebra de la editorial. Borges, generoso, siguió conversando con él durante quince sábados al mediodía, antes del almuerzo, en su departamento de la calle Maipú. Con la modestia que lo caracterizaba, Borges creía que esas conversaciones no podían interesar a nadie.

Por Albino Gómez
Periodista y diplomático

Cuando cursábamos quinto año del Nacional, los poetas que frecuentábamos eran Rubén Darío, Olegario Andrade, Leopoldo Lugones y otros clásicos, gracias al excelente profesor y periodista, Sergio Chiappori. Pero además, y por cuenta propia, con algunos amigos leíamos a Lorca, a Francisco Luis Bernárdez, a Rafael Alberti, al cubano Nicolás Guillén y a Pablo Neruda. El hecho es que yo tenía por compañero a un estudiante boliviano, Ramiro Tamayo, cuyo hermano mayor, Marcial, de 28 años, había sido alumno de Heidegger durante cinco años. Ambos eran hijos del entonces embajador de Bolivia en nuestro país, don José Tamayo, un humanista, hombre de vasta cultura clásica, y gran pianista. La sólida formación intelectual de Marcial, le permitió vincularse de inmediato con el grupo Sur y muy especialmente con Jorge Luis Borges. A raíz de eso, Ramiro y yo tuvimos acceso y nos interesamos por libros como Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente, Cuaderno San Martín y más adelante por Inquisiciones. Borges nos deslumbró. Y fue obvio que tratáramos infructuosamente de imitarlo. Sin embargo, Ramiro, comenzó a destacarse por una tan excelente producción poética que motivó un breve prólogo de Borges a lo que constituyó su primer libro de poemas, donde el escritor se refería a si mismo como un “poeta crepuscular” a pesar de que todavía no tenía cincuenta años, llamando a Ramiro un “poeta del alba”.

Pasaron los años, las lecturas, los autores, y aunque nuestras vidas tomaron diferentes caminos, mantuvimos esa entrañable amistad fundada en los tiempos juveniles. Ramiro lamentablemente dejó la poesía, y se dedicó al cine, a los temas de comunicación y a la publicidad. Marcial, dependiendo de los avatares políticos de Bolivia, llegó a ser secretario general de la presidencia de su país, canciller, embajador ante las Naciones Unidas y finalmente representante durante una década del Secretario General de dicha Organización ante el gobierno de Washington.

Durante parte de esa década se dio también que yo estuviera en la misma ciudad, como consejero cultural y de prensa de nuestra embajada ante la Casa Blanca, lo cual me permitió renovar mi amistad con Marcial y verlo con mayor frecuencia que a Ramiro. Fue entonces –en 1967 o 68- cuando tuve la oportunidad de recibir a Borges, que había terminado de dar unos cursos en Boston, y de regreso ya a Buenos Aires pasó unos días en Washington DC y en Nueva York, lo que me permitió organizarle sendas conferencias sobre “La Metáfora” en las universidades de Georgetown y Columbia.

Cuando le pregunté qué deseaba hacer en Washington, sólo me pidió hacer una visita a la famosa Biblioteca del Congreso y charlar con Marcial Tamayo. Eso me permitió reunirlos por horas en mi casa, y ser testigo de una maravillosa conversación acerca de libros, de escritores, de nuestro país y de la vida. Borges viajaba entonces acompañado por su muy reciente y primera esposa.

Además, creo que merece la pena señalar en esta oportunidad, que no he encontrado registrada en las menciones bibliográficas hechas en los ya muchísimos trabajos sobre nuestro escritor, la mención de lo que constituyó el primer libro dedicado a su prosa, del cual fueron autores Marcial Tamayo y un mendocino cuyo apellido, si mal no recuerdo era Ruiz Díaz.

[...]

A pesar de haber sido Borges uno de los escritores más entrevistados en el mundo, desearía transcribir algunos fragmentos de esas charlas porque hay en ellas algunas referencias que no he encontrado en otros reportajes.

Durante nuestro primer encuentro, recordando sus conferencias sobre “La Metáfora” en los Estados Unidos, tema de su predilección, le conté que viviendo en Atenas, me llamó poderosamente la atención ver que los grandes camiones de mudanza, todos tenían una leyenda en los costados de sus carrocerías, que decía: METAFORÁ. Y su reacción fue de un alborozo emocionante, provocado por el descubrimiento que resultó para él, la maravillosa y sabia precisión de la lengua griega en esa denominación.

[...]

Cuando en nuestro último encuentro lo interrogué por la admiración que le había escribir su prólogo al libro de Ramiro Tamayo, me recordó primero que Ramiro lo había retirado unas tres veces de la editorial para hacerle cambios y que finalmente no lo había devuelto más. En cuanto a su admiración tenía que ver con que en ese momento, con sus 18 años, Ramiro Tamayo era para su gusto el mejor poeta de nuestra lengua. Y con esa memoria prodigiosa que siempre lo caracterizó, a pesar de los más de veinte años transcurridos, recordó y recitó uno de los poemas de Ramiro que decía:

“Tú que tienes los ojos como caminos de Dios.
Que los tienes como atardeceres en los ventanales de mi casa
(ahí, frente a los árboles
que reciben el viento que llega desde el campo).
Tú que tienes los ojos como un Domingo
como uno de esos días esperados desde la infancia.
Que los tienes poblados de sueños
y de cuentos deslumbrantes.
Tú que miras con esa lejanía
con que se miran las cosas supremas.
Tú que tienes esos ojos
dime:
Qué es eso algo triste
que está andando por las calles?
Lo que nos despierta –a veces–
en medio del sueño
con grandes lágrimas.
Aquella pesada hoja que cae
y se demora en la frente.
Dime despacio
el nombre del niño de los pómulos violetas
que afronta una mudez aciaga.
Tú que tienes los ojos poblados de cielos
que los tienes repletos de ansiedad.
Repite esas palabras tenaces
–y tan débiles–
que llenan las horas sin horas.
Muchacha, repítelas”

(Ramiro Tamayo)



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